sábado, 10 de septiembre de 2011

Homenaje a mi padre Gabriel Valdés

Palabras pronunciadas en la Catedral de Santiago
9 de Septiembre

Voy a hablar de mi padre como se habla de un gran hombre, porque mi padre fue un gran hombre. Hablaré primero desde el amor hacia quien fue mi mejor amigo, hacia ese hombre con el cual no pude pasar un día sin hablar. Pero lo haré también desde la razón, desde la distancia que dan los años; lo haré desde mi situación de hijo, pero también desde la mirada de un ciudadano, de como yo creo que lo vio la gente.

Nuestro padre fue en verdad un ser humano extraordinario. Nosotros, sus hijos, lo aprendimos no solo cuando como niños nos rendimos como todos lo hacen, ante el amor del padre, sino que lo redescubrimos muchas veces, en cada estación de la vida, ya sea cerca suyo, o separados por grandes geografías.  Le vimos una y otra vez reinventarse a si mismo, pasar de ciudadano a hombre público, de ministro a hombre del mundo, de porfiado luchador  a hombre de dialogo, de cosmopolita, a enamorado de una pequeña ciudad y sus aires campesinos. Moldeó sus intereses, sus pasiones, sus grandes aventuras como quien entiende la vida como una obra de arte.

El creyó sobre todo en el carácter.  Pensaba que los hombres eran capaces de moldearse y se imponían por su carácter. “Tiene carácter” decía de alguien con una sonrisa apreciativa. No importaba si sus ideas no coincidían con las propias: “tiene carácter,” decía, y nosotros sabíamos que ahí estaba lo principal.

¿Y que quería decir para el tener carácter?

Ante todo tener principios y luchar por ellos. Y esos principios fueron para el, los del humanismo y la libertad, los de la belleza, los del cambio social y los del la cultura, los del amor por Chile y por América Latina.

Tener carácter significaba enfrentar el pensamiento pequeño, arrinconar la mediocridad, aspirar solo a lo grande, aquello que era capaz de ensalzar a la persona, proyectar sus sueños, convocar a los demás y descubrir la grandeza de la sencillez. El tuvo en verdad en su cabeza una llave que le permitía acceder a  un espacio en el que solo se pensaba en grande.

Tener carácter significaba marcar  el desarrollo de la vida desde si mismo sin concesiones. Tenía opiniones firmes sobre la belleza, la pintura, la arquitectura, la música, el carácter de los perros, la ubicación de los futuros puentes de Valdivia, el rol de Montaigne en el renacimiento europeo, la revolución latinoamericana o la crisis de los Estados Unidos. Nada le era ajeno.

En ese marco la política no lo era todo, y en realidad no podía serlo. Era más que un político en el sentido restringido, y  no entendió nunca la política como una pequeña sucesión de anécdotas de poder, ni tampoco como la única contribución que podría hacer a Chile. Sin dudas que amó mas la vida de las ideas que la del poder.

Le apasionó sobre todo ese conjunto entremezclado de experiencias individuales y colectivas que producían la cultura, y fue siempre sobre esa base que pensó el mundo. Ahí está la clave para entender como se hizo un carácter como el suyo. Y si trato de comprenderlo, elijo al azar tres escenas de su vida que muestran los cauces por donde confluyeron los hilos que conformarían el tejido de su vida y su personalidad.

La primera imagen que me viene a la cabeza transcurre en Venecia y me la relató tantas veces. A los diez años, flaco y de cara larga, enfundado en un abrigo grande y tras un largo viaje en tren, se presenta ante su hermano mayor Francisco que un par de días mas tarde seria ordenado sacerdote. Es conducido de noche en un bote desde la belleza de la gran plaza de San Marco hasta la isla de la Giudecca, al convento de los capuchinos. Allí su hermano, para protegerlo del frío, le aloja en la enfermería, solo entre monjes que se quejaban y exhalaban largas oraciones esperando el fin de sus días. Acostado con abrigo y sombrero en un camastro de bronce, esperó en silencio la llegada de la madrugada.

La escena no es de este siglo, ni siquiera del veinte. Trae consigo el halito de aquellos mundos diferentes que confluyeron en la constitución de una imaginación profundamente original, que tuvo siempre consigo la fuerza de lo ancestral, el rigor de la religión y la belleza de Italia, una de sus pasiones que no le abandonó jamás.

La segunda es “la del Presidente que América Latina no tuvo”, como dijera una vez su amigo brasileño Helio Jaguaribe. Y ocurre en Washington muchos años mas tarde. Sentado ante Richard Nixon y Henry Kissinger lee el acuerdo de Viña del Mar, una de las mas importantes declaraciones de independencia de América Latina. Cada detalle de los rostros de sus interlocutores, cada gesto y palabra, nada se le escapa y nos lo cuenta con la pasión que solo él sabía darle a un relato. Está seguro de estar haciendo historia. Quiere que su región intervenga en el mundo, tenga un mensaje particular, se haga presente en la historia.

Esa es la pasión que lo lleva a encargarse por diez años del desarrollo la región latinoamericana desde Naciones Unidas. Cada proyecto que diseñó fue el mas ambicioso, cada iniciativa estuvo marcada por el optimismo que sentía frente al futuro de América Latina que seguía día a día. Hasta hace pocos meses me decía cuanta admiración le producía el Brasil y su nuevo rol en el mundo. Como apreciaba que América Latina fuera hoy capaz de construir su propio relato.

Nada se compara sin embargo a su lucha por Chile y su ambición por Chile. 

De un momento tan decisivo para todos nosotros lo principal fue su visión política. Entendió antes que nadie en su partido, y en las fuerzas democráticas de entonces, los contornos que debía tener la coalición que recuperaría la democracia. Se enfrentó, combatió, persuadió y convocó a decenas, a centenares, y finalmente a miles en torno a la idea que una nueva convivencia entre el centro y la izquierda no era solo posible, sino que era imprescindible para garantizar y renovar la democracia en el país. Se jugó la vida y la libertad por Chile, y esa ambición superó por mucho la ambición por su destino personal.

Fue en esa lucha que se encontró con el Chile sencillo de las mujeres y los hombres del pueblo que se esfuerzan cada mañana por su vida diaria. Recorrió Chile incansablemente, acompañado de trovadores, de actores, de literatos, de poetas. Vio el poder de la cultura y el arte en la vida y en la imaginación de la gente, y en esos recorridos reconoció en Valdivia el lugar de sus sueños, el lugar preferido de su infancia, la región desde donde construiría comunidad y desarrollo. De allí surge mi tercera imagen: está en una carreta de bueyes hablando en un poblado mapuche; o montado en un auto, corriendo por caminos polvorientos, o subido en un bus acompañado de artistas y jóvenes llegando a Arica para una concentración del NO. Creo que fueron los momentos mas felices de su vida.

Osorno, las tierras de su hermano santo y Valdivia, sobre todo Valdivia con su belleza etérea, su historia y su corazón de inteligencia se hicieron no solo la vocación de sus años parlamentarios, sino su pasión principal. Fue un gran Presidente del Senado y pensó y practicó la convergencia y la reconciliación política, con la misma grandeza con que antes había introducido el desafío y el combate a una dictadura. Pero fue también un senador regional y amaba decirlo así.

Para Valdivia fueron sus últimos pensamientos. Cuantas veces me dijo en sus meses de enfermedad que soñaba ir y recorrer los caminos de Panguipulli y el Ranco, o conversar una vez más con las señoras que lo acogían alborozadas cuando se aparecía en la Feria del Calle Calle.

Su legado es muy grande. Hay en él un mandato a escoger la grandeza por sobre la pequeñez. La generosidad de la convocatoria, por sobre las barreras que dividen grupos y cenáculos. Yo creo que hoy nos diría que Chile es a la vez una comunidad demasiado pequeña en el mundo y una oportunidad demasiado grande de progreso, como para que no veamos la necesidad de la unidad.

Perdonen la extensión de mis palabras. Pero no puedo terminar sin decir que nuestro padre fue además y de manera muy principal un hombre de familia. Alguien que sabía reír con sus nietos, acoger sus historias, invitar a largos paseos en la lancha y soñar con viajes futuros a tierras misteriosas. Nada de lo que hizo o pensó hacer habría sido posible sin nuestra madre Sylvia, que fue no solo su espíritu más cercano, sino que su cable a tierra, así como la puerta que le abría el mundo de la música, el más gran escape hacia Dios.

Su amor por su hija María Gracia, por todos nosotros, sus nietas y nietos, por sus biznietas y el biznieto que le llegó lejano y a quien no alcanzó a conocer, por sus casas, por sus perros y por Valdivia, son amores que nos acompañarán siempre: en ellos está su espíritu.

No le decimos adiós, lo tenemos demasiado presente en todos nosotros.

Muchas gracias.